jueves, 5 de mayo de 2011

Cómo escribir, desde dónde escribir... Robado del blog de Pablo Ramos


El lado de la soledad y el dolor

Todavía sigo soportando la regla de tres simple más amada por determinados periodistas y escritores y críticos literarios: realismo es igual a LE PASÓ. Y de paso, le pasó es igual a ... ES FÁCIL DE ESCRIBIR.
Para los que buscan algo en este espacio, para los que buscan algo en lo que leen, para los que buscan algo en lo que escriben, va este texto encontrado en otro de mis inagotables cajones.
La historia verdadera de la mujer que me inspiró a Andrea, la maravillosa puta de La ley de la ferocidad.


     Recuerdo que yo había entrado a la que sería mi última internación estando en pareja, con la relación prácticamente destruída pero en pareja al fin, y que ella me abandonó antes de la segunda semana, después de visitarme la primera vez y tener que ayudar a sacarle la lengua afuera a un viejo alcohólico a quién se le habían terminado las anfetaminas y le fue a dar una convulsión justo delante de ella, vomitándole un poco del guiso del mediodía en los zapatos.
     No la culpé.
     Pero la verdad es que cuando, a la otra semana, no vino, supe que la cosa se me iba a poner difícil. Primero porque yo hubiera podido medir el tiempo de domingo a domingo (o sea de visita a visita de ella), y ya no iba a poder hacerlo; y segundo porque si uno no tenía pareja lo que se exigía era no tener ninguna relación sexual durante la internación, o sea, durante al menos un año. Con las internas por supuesto estaba prohibido, a tal punto que si pasaba algo serio uno de los dos tenía que irse, y después de tres o cuatro meses, cuando a uno lo dejaban salir los domingos para pasarlos en familia, el tiempo no daba más que para una prostituta, y una prostituta, de eso doy fe, era el primer paso. El segundo era el vaso de whisky.
     Y es ahí en donde entra Marilú. Una mujer Rubia, de pelo pesado y abundante, de piel oscura, de ojos celestes, unos diez o doce años mayor que yo, que estaba internada desde hacía un año. Era una mujer llena de vida, una de esas rubias poco frecuentes, que tienen toda la luz del sol en el pelo y toda la gracia de una morena en el alma. Me vio el día de visitas, solo, en un rincón, cebándole mate a un artesano ciego que había fallado en su intento por suicidarse y le habían quedado siete esquirlas de plomo en la cabeza, esquirlas que antes de alojarse ahí, le habían cortado los nervios ópticos. Amén de eso no le hacían ningún daño más que castigarlo de tanto en tanto con unos tremendos dolores de cabeza.
     −Nunca uses una 22 para suicidarte −me decía el ciego, y Marilú me dijo que no le hiciera caso. Esperó un poco, y agregó que había sido una 38. Los dos, el ciego y ella, se rieron, y después me reí yo.
     −Hija de puta −fue lo primero que le dije.
     Después empezaron a pasar los días. Pesados, interminables, de la internación. Levantarse temprano, preparar el desayuno, limpiar, leer unas guías de pasos para la recuperación, escribir las propuestas, leerlas en público una y otra vez hasta que la mayoría de los compañeros aprobaran la sinceridad y el compromiso que uno había puesto en ellas. Almuerzo, merienda, cena. Leer y leer escribir y escribir, para al fin lograr casi al final de las fuerzas un poco de tiempo libre.
     Juro que uno valoraba ese tiempo como oro. Yo me tragaba cuatro o cinco nescafés, no quería dormirme hasta que me apagaran las luces, y aún me quedaba despierto, sin luz, pensando. Y a las pocas semanas ya usaba exclusivamente esos ratos nocturnos entre escribir mis primeros párrafos de cuentos y hablar con Marilú.
     Hablamos de todo. De los hijos que por un tiempo no podíamos ver, de los buenos vinos que ya no íbamos a poder tomar. De autos, de champaña en los autos, de las horas de cocaína y placer, de las horas de cocaína y dolor. De fútbol, de libros (ella leía muchísimo). Hasta que nos quedábamos en silencio. Nos mirábamos. Intentábamos seducirnos. Y sabíamos que teníamos que combatir esa obsesión por seducir, que era una de las raíces podridas que teníamos que arrancar de nuestra vida. Pero a veces yo no me dominaba, y supongo que ella tampoco.
     ¿Qué era lo que buscaba yo tratando de seducir a Marilú si sabía bien que no quería llegar a que tuviéramos sexo? ¿De qué quería (y aún quiero) estar seguro cuando estoy con una mujer? No lo sé muy bien, pero es tan fuerte la necesidad de ser mirado, de caerles bien, que por momentos es incontrolable.
     Y una de esas veces adelanté mi mano hacia la mano de ella, y se la toqué. En ese contexto creo que no había mucha diferencia entre mano y clítoris. Y yo era y no era consiente de eso. Ella me dijo que era un juego peligroso y yo le dije que no era ningún juego. Entonces hablamos de que deberíamos hablar de eso con alguien, porque tal vez nos hacían daño nuestras conversaciones. Pero ella me dijo que no, que no nos iban a permitir más nuestras conversaciones, y me lo dijo con una cara hermosa. Era como si hablar conmigo la rejuveneciera. Y fue ahí que jugué sucio, que quise calentarla. Aunque yo pensé que iba a ser sólo calentura, calentura para dejar en caliente. O sea, la oportunidad de masturbarme y acabar más rápido en la ducha mientras los demás esperaban para bañarse y yo me la hacía disimulando, al borde del llanto por sentirme tan alienado. Pero algo pasó. Fue pasando. Poco a poco, hasta llegar al desbarranco de Marilú.
     Un domingo, a eso de las seis de la tarde, siento que se arma un revuelo en la parte de abajo de la casa. Yo estaba con mi máquina de escribir en el altillo que los directores de la fundación habían acondicionado para mí. Escribiendo, un poco enojado con mis compañeros porque me habían robado una computadorita palm, de esas primeras que salieron, y ninguno se hacía cargo. Siento un grito de hombre, un grito de mujer y reconozco la voz de Marilú. Bajo lo más rápido que puedo y salgo al jardín delantero.
     −Puta de mierda −le gritaba otra rubia que nunca supe bien quién era. Su hermana, tal vez su cuñada.
     Marilú tenía los pelos parados, una cara de loca que la había avejentado cincuenta años y una lata de cerveza en la mano. Estaba borracha. Pero una cosa es estar (porque yo estuve), otra es ver (porque yo vi) y otra muy distinta es que alguien te grite o le grite a una persona que vos querés esa palabra.
     −Borracha −gritó un tipo que estaba detrás de la otra rubia y yo me le fui encima.
     La cosa terminó en un gran quilombo. Los internos defendiendo a Marilú y los de afuera llamando a la policía y denunciando a una fundación que apenas se estaba formando, que casi no ganaba dinero y que lo que menos necesitaba era una mancha semejante.
     Pero no pasó a mayores.

     Marilú se quedó, y juntó unos nuevos días de sobriedad y volvimos a encontrarnos algunas noches a conversar en el fondo de la casa. A escondidas. Lo más cercanos del sexo que estuvimos fue la vez que le dije que extrañaba mucho echarme un buen polvo. Ella hizo el amague de acercarse a mí, y yo le dije que no, que mejor lo pensábamos hasta mañana. No nos tocamos.
     Al otro día yo me encerré en el altillo más de tres horas, me las había ganado porque había escrito el tercer paso completo y tras haberlo leído había logrado la aprobación unánime de mis compañeros, en un acto al que hoy considero como mi primer logro literario.
     Se acercaba la época del receso escolar y venían todas esas cosas tan tiernas de hijos en los actos y demás. Tiernas cuando a uno lo dejan participar, y horribles cuando uno está obligado a quedarse afuera, a decir que no tienen importancia. Yo estaba afuera. Marilú no, pero precisaba, justamente por el quilombo que había tenido con su familia, un acompañante. Me eligieron a mí.
     La egresada era la hija. No recuerdo su nombre y tampoco lo pondría acá. Terminaba la escuela primaria y el acto era en una colegio privado de Barrio Norte (olvidé mencionar que Marilú venía de una familia muy acomodada que nunca la habían ayudado en nada más que a destruir su poca autoestima). Fuimos al colegio.
     Ahí estaban, además de la hija, el hijo: un caballerito un año mayor que la nena. El ex marido y la mujer del ex marido, de quienes Marilú me hablaba siempre maravillas. Pero del que más maravillas me hablaba era del ex marido, de sus tremendas dotes sexuales. Y fue muy raro para mí darle la mano al tipo (que me saludó como un caballero) sabiendo que tenía un pene de más de veinticinco centímetros. Reconozco que sentí cierta timidez, y una más que cierta inferioridad. Después saludé a la actual mujer del trípode, otra rubia, mucho más joven que yo, flaquita y tímida, que no sé dónde ni cómo se metería la semejante cosa. Algún comentario le hice a Marilú que se rió con esa risa que tenía: contagiosa, completa, divina y feliz.
     También le hice notar lo linda que estaba, la diferencia entre ella, una rubia con gracia, y la nueva mujer de su ex, una rubia sin gracia.
     −Pero no desgraciada −me dijo Marilú y enseguida empezó el acto.
     Todo estuvo bien, tal vez con la excepción de que ella en ningún momento me soltó del brazo y yo no fui capaz de tomar eso como un símbolo, tan solo me pareció normal. Ella emocionada, yo la contenía. Pero el papel también, de alguna manera, me absorbió a mí. Y terminé acariciándole la cabeza, y ella terminó apoyando su cabeza en mi hombro.
     Así volvimos en el taxi. Sin Hablar, su cabeza sobre mi hombro, mi mano, automática, acariciando su pelo pesado y rubio.
     Al otro día yo vuelvo de hacer las compras para todos mis compañeros (le tocaba un día a cada uno) la saludo y ella no me contesta. Le pregunto que le pasa, se da media vuelta y se va. Primero no entendí, después me lo explicaron. Marilú se había enamorado de mí, o se había obsesionado conmigo y había pedido ayuda al consejero y el consejero le había prohibido hablarme y estar a solas conmigo.
     Fue un dolor enorme para mí. Y al mes yo me fui de alta sin que ella pudiera saludarme. Volvía unas cuantas veces a la fundación para control pero como ya me estaba empezando a sentir bien, esas veces se hacían cada vez más espaciadas. Al poco tiempo de estar de alta me llegan las noticias de los premios literarios, y mi vida empieza a tener una posibilidad nueva: dedicarme de tiempo completo a escribir.
     Uno de los primeros llamados para felicitarme fue el de Marilú.
     −Me fui de la clínica, quiero verte, cachorrito −me dijo (olvidé mencionar que ella siempre me llamaba así y que de ahí le presté a la Andrea de La ley de la ferocidad, esa palabra)
     Nos vimos en el bar que yo tengo en Balvanera. Demás estar decir cómo llegó. Desesperada y borracha. Entregada a mí, atormentada por haberse dejado convencer por el consejero. Se me declara y me dice que lo suyo es amor, que no es obsesión. Yo le digo que no, que el consejero y ella hicieron lo correcto y que debería volver a internarse. Ella me tira una cachetada y no me la pega, yo la abrazo. Ella llora. Yo lloro. Estamos en el sótano del bar, porque ella quiere tomar cerveza. Yo la miro tomar y me doy cuenta que van siete meses sin acostarme con una mujer, casi ocho. Tengo una erección y ella se da cuenta. ¿Cómo se dan cuenta de todo? Tira la mano y yo la esquivo, subo, le aviso a mi socio lo que le dejo abajo y me voy, sólo, a mi casa.
     Durante los veinte días que siguieron recibí una tras otra llamada de ella. Siempre borracha. Me comuniqué a la fundación donde me dijeron que no la atendiera. No la atendí, pero muchas veces sentí el dolor del otro lado del teléfono, me sentí una mierda, qué me importaba mi sobriedad, qué me hubiera costado acostarme con ella, si era linda, si me gustaba, y le hubiera venido bien a ella, y me hubiera venido bien a mí. Pero sólo descolgué cada vez el teléfono, hasta que Marilú dejó de llamar.
     Tres meses después la encontraron muerta. Había tomado sedantes con alcohol, y por las dudas, se había enrollado papel adherente alrededor de la boca y la nariz. Sola, en un departamento que compartía con el tipo que siempre aparecía para cagarle la vida. El mismo tipo por el cual dejó a su marido, el mismo tipo por el cual, una y otra vez, dejó su sobriedad.
     No fui al cementerio a despedir sus restos, no me puse a pensar hasta esta noche sobre mi responsabilidad, sobre la culpa que siento, que tengo.
     Es la historia de Marilú, pero la historia no termina ahí. Meses después de la muerte suena el teléfono y la voz de un borracho semirrefinado dice mi nombre. Después dice el suyo: X. El tipo me dice que tiene una nota que “alguien” dejó para mí. Enseguida me doy cuenta de quien es, por más que fue la primera y última vez que yo escuchara su voz: el amante de Marilú, el hijo de mil putas. Después de tropezar una y otra vez, me dijo que me llamaba en calidad de “colega”, ya que yo había sido la última pareja de la “difunta” y él había sido el amor de su vida. El uso de la palabra “colega” como si hubiéramos subido juntos el monte Everest me dio la medida exacta de lo canalla que era el tipo. Le dije que yo no había sido amante de Marilú, que tan solo habíamos sido amigos. Le corté. Volvió a llamarme en el acto y me dijo que a él no le molestaba que yo hubiera sido amante de Marilú. Le dije que si lo decía otra vez le iba a romper la cara. De golpe yo estaba enfurecido, en realidad tenía miedo. Me sentí tan canalla como el tipo. X se quebró en un llanto y yo supuse, con toda mi maldad, que se le había terminado la botella.
     −Me acusan de asesinato −dijo, llorando.
     −¿Quiénes?
     −La familia, pero ya van a ver. Ellos la mataron. Ellos la mataron.
     −Hágame el favor, no llame más, respete a los hijos, deben ser los únicos que están sufriendo ahora, los únicos que perdieron algo irremplazable.
     Dije esto y corté. El tipo no volvió a llamar, pero a la semana más o menos me llegó la carta. Era un sobre tipo encomienda, y dentro venía la nota. Una frase en realidad, que yo usé también en mi novela, pero fuera de contexto, en un lugar de humor, para sacarme de encima todo el terror que vive contenido en ella. En letra manuscrita, color celeste, con un trazo de pluma envidiable, propio de quién ha recibido una educación que no descuidó la caligrafía, Marilú escribió “Fuiste mi primavera”
     Nada más. Porque creo que no hay más. Tal vez sólo sea la vida y tal vez los hombres sólo seamos canallas que nos diferenciemos los unos de los otros nada más que por la medida, quiero decir, más o menos canallas unos que otros. Porque yo me siento así cuando pienso en todo esto, me siento así pero no sé cómo fue que hice lo que hice, ni sé de qué manea podría evitar hacerlo otra vez.

     Por eso Marilú fue Andrea, por eso Gabriel la traiciona, la deja sola, luego de confesarle todos sus pecados sobre el vientre.
     Es casi nada, queridos, escribir es casi nada.

1 comentario:

  1. Queridos todos,
    para seguir pensando sobre la escritura... les acerco este fragmento IM-PRE-SIO-NAN-TE del blog de Pablo Ramos "La arquitectura de la mentira". No pueden dejar de leer esto... Imagino que después saldrán corriendo a leer el segundo libro de la trilogía...

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