viernes, 3 de junio de 2011

Crónica de una clase anunciada

Hace mucho que no visitamos este espacio, y los envíos digitales de los alumnos se hacen desear...
Cuelgo mi crónica del viernes pasado, sin apellidos, tal como está, para no jorobar a nadie... Y los aliento a empezar a amigarse con la crónica, será nuestro próximo trabajo.
De paso, un link a recomendaciones de lecturas de "Crónicas", de María Moreno: 
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-2425-2005-08-07.html

Saludos a todos!

Un oscuro día de injusticia

- ¡Ja!, parece la mesa de Morgagni[1]-dice el médico mayor y con bigotes.
- Acá, ¿qué es?-pregunta el más joven.
- Es la sala de reuniones del Rectorado – respondo yo, inquieta.
Los médicos de la Unidad Coronaria describían así la enorme mesa que se encuentra en el salón donde se reúne el Consejo Superior de la UNQ. El que “descansaba” sobre la mesa, con la panza al aire y las manos frías, muy frías, pero afortunadamente con color en el rostro y signos vitales normales, era Juan Manuel.
Media hora antes se había sentido mal al bajar de la oficina del primer piso en el Departamento de Ciencias Sociales y dirigirse al aula donde daríamos clase. Daría, bah, porque era Juan quien tendría a su cargo la clase. Pero no dio. Daría pero no dio, quiero decir.
Nos encontramos caminando desde puntas opuestas por el pasillo del primer piso, aulas norte, dirigiéndonos al aula 29, el aula de los viernes. Juan venía dando la espalda al Auditorio, yo a las aulas sur; me dio la impresión de que estaba preocupado, había algunos chicos ya esperando frente al salón. ¿Pasó de largo frente al aula, no la vio? Le hice señas, bromeé sin entablar diálogo con él sobre su despiste, y entramos al aula, que tenía aún las luces apagadas.
Juan se acomodó un banquito al lado del escritorio del profesor, se sentó, y cuando quise invitarlo a que se sentara él en el centro, frente al escritorio grande, me miró con una cara extraña, acongojada:
- Moni, no me siento bien.
- ¿Qué te pasa? ¿Qué tenés?
- Estoy mareado, con palpitaciones… siento mucho frío en las manos y en los pies…
- ¿Querés que alguno de los chicos te acompañe afuera? Te habrá bajado la presión, voy a buscar algo para que tomes, ¿sí?
- Sí, agua azucarada…
Me fui al comedor, le comenté al encargado, y me dijo que por experiencia sabía que lo mejor era que se pusiera azúcar bajo la lengua, y se tomara lo más dulce que tenía allí, una Coca Cola. Me la cobró, claro. El sobrecito de azúcar, no.
Volví rapidito. Juan estaba obediente, hizo lo que le dije, puso el azúcar bajo su lengua, tomó un sorbo de gaseosa, pero no se sintió mejor.
Empezamos a preguntarnos si habría enfermería en la UNQ. Creíamos que no. Miré a los 4 o 5 alumnos que habían llegado, les dije “ya volvemos”, dejamos nuestras cosas ahí, y salimos.
Paramos en el camino en una oficina del primer piso, preguntamos a las chicas si sabían dónde llamar, qué hacer, pero sabían tanto como nosotros.
Decidimos ir hasta portería; yo miraba de reojo a Juan Manuel con temor de que se me cayera  al piso en toda su extensión… Siendo morocho, estaba con poco color. Bajamos las escaleras despacio, lo acompañé tocando su espalda con la mano, me pareció que traspiraba.
En la callecita de entrada fuimos sorteando obstáculos. Estaban desarmando los numerosos stands de la Feria de Emprendedores de Economía Solidaria, así que no había dónde pisar. Yo temía todo el tiempo que Juan se descompusiera ahí. Creo que él estaba un poco asustado.
En el camino hicimos señas de “ya venimos” a los alumnos que nos íbamos cruzando,  y llegamos a la portería. El calor era sofocante, tenían encendida alguna calefacción que contrastaba con el aire frío de afuera.
Un gordo, creo que de Seguridad –por el escudito con bordes rojos, de inscripción desconocida, sobre el suéter azul- estaba tirado más que sentado en una de las tres sillas que están en la entrada, cerca del reloj donde marcamos entradas y salidas. Juan se sentó en la silla más cercana a la puerta, y comenté con el otro gordo –el portero de la tarde, estaba por terminar su turno- el tema:
- Mi compañero se siente mal, creo que le bajó la presión, ¿tenemos enfermería en la UNQ?-.Lo digo y siento que es curioso, porque tenemos Enfermería en la UNQ: es una carrera de grado, una licenciatura.
- No, se está construyendo una por allá, pero todavía no está lista- me dijo el gordo segundo, cabeceando hacia fuera, sin sacarse las manos de los bolsillos. Como mi pregunta no apuntaba a hacer una evaluación del desarrollo arquitectónico de la institución, insistí:
-   ¿Podemos llamar a la Coronaria?
-   No sé. Che, ¿cuál es el número de la Coronaria?-. Las manos seguían en sus bolsillos.
El gordo primero seguía sentado, y otro portero, un muchacho joven, delgadito, más diligente, se dio vuelta en la silla del escritorio donde garabateaba cosas y miró unos papeles amarillentos pinchados con chinches en el corcho que estaba sobre la pared, a sus espaldas. Buscó el número y llamó. Explicó a la chica de Unidad Coronaria que había “un alumno descompuesto”, yo lo corregí y le dije que era un profesor –no sé qué cambiaba, yo ya estaba nerviosa-, y apartando el tubo de su cara dice: “¿Cómo es el nombre?”
- Juan Manuel, Juan Manuel Mannarino, le decimos, como un “Bond, James Bond”.
Intercambia información con la telefonista. El portero joven le explica algo de los síntomas, levanta un poco la voz. Pregunta la edad. Pide que manden la ambulancia. El gordo primero le dice: “Decile que se desmayó, así la mandan más rápido”. Fue todo su aporte en la noche. El del teléfono me hace gestos, me pasa el aparato y me dice: “Háblele usted, que esta mina es una boluda”, y enojado me deja hablando con la chica.
El gordo segundo sigue mirando la tele, no sé qué estaban dando de interesante. Juan, cada vez más pálido e inquieto. Cierran la puerta “para que no entre el bochinche de afuera”. El calor se hace insoportable. Otros profesores pasan, saludan, miran con extrañeza, no preguntan nada. En estos casos es mejor no preguntar, a veces te metés en líos, ¿viste? o terminás saliendo de testigo de un crimen, o cosas peores: te piden que ayudes.
Le explico a la telefonista el cuadro de Juan, me instruye que si hay lugar donde recostarlo, que se acueste con las piernas en alto. Miro a mi alrededor: el lugar es estrecho, éramos cinco personas ahí adentro… Miro a mis espaldas, pienso en resguardar un poco la intimidad de Juan… Ya sé, podemos armar un silloncito con tres sillas delante de la tele, lejos de la puerta. La chica me dice que ya mandan la ambulancia.
Les comento la sugerencia de la telefonista, les digo de armar la cama improvisada para que se recueste; Juan está quieto, mira pidiendo ayuda. Me enternece; puesto de pie me parece enorme, pero allí sentado y con esa mirada me parece un nene chiquito perdido en el parque. El gordo primero, tirado en su trono rojo, le dice a Juan “Sí, agarrá una silla más y ponela allá”, señalando hacia el lugar que yo había sugerido, del que lo separan tres pasos. Juan, como dije, obedece: se pone de pie, agarra el silloncito rojo en el que está sentado, y yo me enojo: “Pero señor, muévala usted, ¿no se da cuenta de que se siente mal?”. Nos miramos con Juan, con extraña conexión mental pensamos a dúo “son unos pelotudos”, y decidimos que ahí no va: hace mucho calor, no somos bienvenidos, nadie mueve un dedo, no hay nada de intimidad para estar mal a gusto… Decidimos ir a la recepción del Rectorado: allí hay espacio, corre más aire, creo recordar que hay sillones largos en la sala de espera. Le informo al gordo segundo dónde vamos a estar, para que nos manden allí a los médicos; el gordo segundo me dice que ya están por cerrar el Rectorado, que ya se van todos; hago como que no lo escucho.
Otra vez caminar, pocos metros pero cuesta arriba. Juan va resignado. Llegamos, empezamos a mirar dónde recostarse, pero todos los silloncitos son dobles y con apoyabrazos: ahí Juan no entra.
Le comento con cara de desesperación a la recepcionista que Juan se siente mal, que lo tengo que acostar, que ya llamamos a la Coronaria… La chica se estaba yendo, estaba el marido allí esperándola; pero entiende –mujer al fin- y se muestra servicial; nos hace pasar a la sala de reuniones, busca junto con el marido cómo armar algo, pero todos los silloncitos son iguales… Decidimos que el mejor lugar para recostarse es el piso, y allí va Juan, y pone los pies sobre una de las sillas.
Veinte minutos después, y tras la insistencia de la recepcionista, llegan los médicos. Mientras tanto, ella y su marido nos cuentan cuántas veces se desmayaron por tener presión baja: “¿Ves?”, dice ella, señalando una cicatriz en la frente. No queremos saber mucho más, pero nos cuentan, como quien ha pasado por las mismas batallas, e intentan tranquilizar a Juan. Sigue con las manos y los pies fríos, pero como temo que le falte el aire lo abanico con un folleto. Así hasta que llegan los médicos. Son quienes deciden que el piso es un lugar incómodo, incómodo para trabajar; lo hacen acostar cuan largo es en la mesa: sobra el triple de espacio. Controlan las pulsaciones, le toman la presión, preguntan si hay antecedentes cardíacos… Deciden hacerle allí mismo un electrocardiograma. Amago irme, imaginé que tendría que desvestirse un poco; me hago la canchera y bromeo con el tema, enseguida me siento una boluda, me ruborizo. Pero me indican que me quede. Solo le descubren los tobillos, le suben la remera hasta el pecho, y le ponen cantidad de cablecitos y pinzas.
Allí el médico mayor y con bigotón bromea, dice que la mesa larga se parece a la de Morgagni. Imprimen el electro, le dan unas indicaciones, lo tranquilizan.
Afuera del salón, además de la recepcionista y el portero joven y diligente, que se acercó a preguntar, están el marido de la recepcionista y Alejandra, una de nuestras alumnas, trayendo entre ambos todas nuestras cosas del aula. Ale relojea un poco para adentro, quiere ver, se interesa y pregunta por Juan Manuel. Le digo que está bien, que no es nada, gracias.
Y en un rato más la preocupación pasa a ser… ¿cómo vuelve este chico solo hasta La Plata?... Siento que no es justo, que nadie –o poca gente- se preocupó por él en la UNQ, que hay cosas que no funcionan bien, que la atención de emergencias no está prevista… Que Juan se ve un pibe bueno; que no es justo, puta madre, que la cosa quede así. Juan contacta amigos que no pueden venir, el viejo es inhallable… Tenemos un rato largo para charlar, son las nueve y la combi de la UNQ que sale para La Plata llega a las diez.
Nos acomodamos en las sillas, y nos abandonamos a la charla el resto del tiempo; la palabra abandono aparece en el diálogo…pienso en el “abandono” de sí mismo, del que habla San Juan de la Cruz, para describir lo que llama “la noche oscura del alma”, la vía de la purificación. Afuera, sin duda, la noche está oscura, fría y oscura.

Mónica Rubalcaba



[1] Mesa donde se practican las autopsias. Ver: http://es.wikipedia.org/wiki/Giovanni_Battista_Morgagni, o sitios gore con información al respecto…

jueves, 5 de mayo de 2011

Cómo escribir, desde dónde escribir... Robado del blog de Pablo Ramos


El lado de la soledad y el dolor

Todavía sigo soportando la regla de tres simple más amada por determinados periodistas y escritores y críticos literarios: realismo es igual a LE PASÓ. Y de paso, le pasó es igual a ... ES FÁCIL DE ESCRIBIR.
Para los que buscan algo en este espacio, para los que buscan algo en lo que leen, para los que buscan algo en lo que escriben, va este texto encontrado en otro de mis inagotables cajones.
La historia verdadera de la mujer que me inspiró a Andrea, la maravillosa puta de La ley de la ferocidad.


     Recuerdo que yo había entrado a la que sería mi última internación estando en pareja, con la relación prácticamente destruída pero en pareja al fin, y que ella me abandonó antes de la segunda semana, después de visitarme la primera vez y tener que ayudar a sacarle la lengua afuera a un viejo alcohólico a quién se le habían terminado las anfetaminas y le fue a dar una convulsión justo delante de ella, vomitándole un poco del guiso del mediodía en los zapatos.
     No la culpé.
     Pero la verdad es que cuando, a la otra semana, no vino, supe que la cosa se me iba a poner difícil. Primero porque yo hubiera podido medir el tiempo de domingo a domingo (o sea de visita a visita de ella), y ya no iba a poder hacerlo; y segundo porque si uno no tenía pareja lo que se exigía era no tener ninguna relación sexual durante la internación, o sea, durante al menos un año. Con las internas por supuesto estaba prohibido, a tal punto que si pasaba algo serio uno de los dos tenía que irse, y después de tres o cuatro meses, cuando a uno lo dejaban salir los domingos para pasarlos en familia, el tiempo no daba más que para una prostituta, y una prostituta, de eso doy fe, era el primer paso. El segundo era el vaso de whisky.
     Y es ahí en donde entra Marilú. Una mujer Rubia, de pelo pesado y abundante, de piel oscura, de ojos celestes, unos diez o doce años mayor que yo, que estaba internada desde hacía un año. Era una mujer llena de vida, una de esas rubias poco frecuentes, que tienen toda la luz del sol en el pelo y toda la gracia de una morena en el alma. Me vio el día de visitas, solo, en un rincón, cebándole mate a un artesano ciego que había fallado en su intento por suicidarse y le habían quedado siete esquirlas de plomo en la cabeza, esquirlas que antes de alojarse ahí, le habían cortado los nervios ópticos. Amén de eso no le hacían ningún daño más que castigarlo de tanto en tanto con unos tremendos dolores de cabeza.
     −Nunca uses una 22 para suicidarte −me decía el ciego, y Marilú me dijo que no le hiciera caso. Esperó un poco, y agregó que había sido una 38. Los dos, el ciego y ella, se rieron, y después me reí yo.
     −Hija de puta −fue lo primero que le dije.
     Después empezaron a pasar los días. Pesados, interminables, de la internación. Levantarse temprano, preparar el desayuno, limpiar, leer unas guías de pasos para la recuperación, escribir las propuestas, leerlas en público una y otra vez hasta que la mayoría de los compañeros aprobaran la sinceridad y el compromiso que uno había puesto en ellas. Almuerzo, merienda, cena. Leer y leer escribir y escribir, para al fin lograr casi al final de las fuerzas un poco de tiempo libre.
     Juro que uno valoraba ese tiempo como oro. Yo me tragaba cuatro o cinco nescafés, no quería dormirme hasta que me apagaran las luces, y aún me quedaba despierto, sin luz, pensando. Y a las pocas semanas ya usaba exclusivamente esos ratos nocturnos entre escribir mis primeros párrafos de cuentos y hablar con Marilú.
     Hablamos de todo. De los hijos que por un tiempo no podíamos ver, de los buenos vinos que ya no íbamos a poder tomar. De autos, de champaña en los autos, de las horas de cocaína y placer, de las horas de cocaína y dolor. De fútbol, de libros (ella leía muchísimo). Hasta que nos quedábamos en silencio. Nos mirábamos. Intentábamos seducirnos. Y sabíamos que teníamos que combatir esa obsesión por seducir, que era una de las raíces podridas que teníamos que arrancar de nuestra vida. Pero a veces yo no me dominaba, y supongo que ella tampoco.
     ¿Qué era lo que buscaba yo tratando de seducir a Marilú si sabía bien que no quería llegar a que tuviéramos sexo? ¿De qué quería (y aún quiero) estar seguro cuando estoy con una mujer? No lo sé muy bien, pero es tan fuerte la necesidad de ser mirado, de caerles bien, que por momentos es incontrolable.
     Y una de esas veces adelanté mi mano hacia la mano de ella, y se la toqué. En ese contexto creo que no había mucha diferencia entre mano y clítoris. Y yo era y no era consiente de eso. Ella me dijo que era un juego peligroso y yo le dije que no era ningún juego. Entonces hablamos de que deberíamos hablar de eso con alguien, porque tal vez nos hacían daño nuestras conversaciones. Pero ella me dijo que no, que no nos iban a permitir más nuestras conversaciones, y me lo dijo con una cara hermosa. Era como si hablar conmigo la rejuveneciera. Y fue ahí que jugué sucio, que quise calentarla. Aunque yo pensé que iba a ser sólo calentura, calentura para dejar en caliente. O sea, la oportunidad de masturbarme y acabar más rápido en la ducha mientras los demás esperaban para bañarse y yo me la hacía disimulando, al borde del llanto por sentirme tan alienado. Pero algo pasó. Fue pasando. Poco a poco, hasta llegar al desbarranco de Marilú.
     Un domingo, a eso de las seis de la tarde, siento que se arma un revuelo en la parte de abajo de la casa. Yo estaba con mi máquina de escribir en el altillo que los directores de la fundación habían acondicionado para mí. Escribiendo, un poco enojado con mis compañeros porque me habían robado una computadorita palm, de esas primeras que salieron, y ninguno se hacía cargo. Siento un grito de hombre, un grito de mujer y reconozco la voz de Marilú. Bajo lo más rápido que puedo y salgo al jardín delantero.
     −Puta de mierda −le gritaba otra rubia que nunca supe bien quién era. Su hermana, tal vez su cuñada.
     Marilú tenía los pelos parados, una cara de loca que la había avejentado cincuenta años y una lata de cerveza en la mano. Estaba borracha. Pero una cosa es estar (porque yo estuve), otra es ver (porque yo vi) y otra muy distinta es que alguien te grite o le grite a una persona que vos querés esa palabra.
     −Borracha −gritó un tipo que estaba detrás de la otra rubia y yo me le fui encima.
     La cosa terminó en un gran quilombo. Los internos defendiendo a Marilú y los de afuera llamando a la policía y denunciando a una fundación que apenas se estaba formando, que casi no ganaba dinero y que lo que menos necesitaba era una mancha semejante.
     Pero no pasó a mayores.

     Marilú se quedó, y juntó unos nuevos días de sobriedad y volvimos a encontrarnos algunas noches a conversar en el fondo de la casa. A escondidas. Lo más cercanos del sexo que estuvimos fue la vez que le dije que extrañaba mucho echarme un buen polvo. Ella hizo el amague de acercarse a mí, y yo le dije que no, que mejor lo pensábamos hasta mañana. No nos tocamos.
     Al otro día yo me encerré en el altillo más de tres horas, me las había ganado porque había escrito el tercer paso completo y tras haberlo leído había logrado la aprobación unánime de mis compañeros, en un acto al que hoy considero como mi primer logro literario.
     Se acercaba la época del receso escolar y venían todas esas cosas tan tiernas de hijos en los actos y demás. Tiernas cuando a uno lo dejan participar, y horribles cuando uno está obligado a quedarse afuera, a decir que no tienen importancia. Yo estaba afuera. Marilú no, pero precisaba, justamente por el quilombo que había tenido con su familia, un acompañante. Me eligieron a mí.
     La egresada era la hija. No recuerdo su nombre y tampoco lo pondría acá. Terminaba la escuela primaria y el acto era en una colegio privado de Barrio Norte (olvidé mencionar que Marilú venía de una familia muy acomodada que nunca la habían ayudado en nada más que a destruir su poca autoestima). Fuimos al colegio.
     Ahí estaban, además de la hija, el hijo: un caballerito un año mayor que la nena. El ex marido y la mujer del ex marido, de quienes Marilú me hablaba siempre maravillas. Pero del que más maravillas me hablaba era del ex marido, de sus tremendas dotes sexuales. Y fue muy raro para mí darle la mano al tipo (que me saludó como un caballero) sabiendo que tenía un pene de más de veinticinco centímetros. Reconozco que sentí cierta timidez, y una más que cierta inferioridad. Después saludé a la actual mujer del trípode, otra rubia, mucho más joven que yo, flaquita y tímida, que no sé dónde ni cómo se metería la semejante cosa. Algún comentario le hice a Marilú que se rió con esa risa que tenía: contagiosa, completa, divina y feliz.
     También le hice notar lo linda que estaba, la diferencia entre ella, una rubia con gracia, y la nueva mujer de su ex, una rubia sin gracia.
     −Pero no desgraciada −me dijo Marilú y enseguida empezó el acto.
     Todo estuvo bien, tal vez con la excepción de que ella en ningún momento me soltó del brazo y yo no fui capaz de tomar eso como un símbolo, tan solo me pareció normal. Ella emocionada, yo la contenía. Pero el papel también, de alguna manera, me absorbió a mí. Y terminé acariciándole la cabeza, y ella terminó apoyando su cabeza en mi hombro.
     Así volvimos en el taxi. Sin Hablar, su cabeza sobre mi hombro, mi mano, automática, acariciando su pelo pesado y rubio.
     Al otro día yo vuelvo de hacer las compras para todos mis compañeros (le tocaba un día a cada uno) la saludo y ella no me contesta. Le pregunto que le pasa, se da media vuelta y se va. Primero no entendí, después me lo explicaron. Marilú se había enamorado de mí, o se había obsesionado conmigo y había pedido ayuda al consejero y el consejero le había prohibido hablarme y estar a solas conmigo.
     Fue un dolor enorme para mí. Y al mes yo me fui de alta sin que ella pudiera saludarme. Volvía unas cuantas veces a la fundación para control pero como ya me estaba empezando a sentir bien, esas veces se hacían cada vez más espaciadas. Al poco tiempo de estar de alta me llegan las noticias de los premios literarios, y mi vida empieza a tener una posibilidad nueva: dedicarme de tiempo completo a escribir.
     Uno de los primeros llamados para felicitarme fue el de Marilú.
     −Me fui de la clínica, quiero verte, cachorrito −me dijo (olvidé mencionar que ella siempre me llamaba así y que de ahí le presté a la Andrea de La ley de la ferocidad, esa palabra)
     Nos vimos en el bar que yo tengo en Balvanera. Demás estar decir cómo llegó. Desesperada y borracha. Entregada a mí, atormentada por haberse dejado convencer por el consejero. Se me declara y me dice que lo suyo es amor, que no es obsesión. Yo le digo que no, que el consejero y ella hicieron lo correcto y que debería volver a internarse. Ella me tira una cachetada y no me la pega, yo la abrazo. Ella llora. Yo lloro. Estamos en el sótano del bar, porque ella quiere tomar cerveza. Yo la miro tomar y me doy cuenta que van siete meses sin acostarme con una mujer, casi ocho. Tengo una erección y ella se da cuenta. ¿Cómo se dan cuenta de todo? Tira la mano y yo la esquivo, subo, le aviso a mi socio lo que le dejo abajo y me voy, sólo, a mi casa.
     Durante los veinte días que siguieron recibí una tras otra llamada de ella. Siempre borracha. Me comuniqué a la fundación donde me dijeron que no la atendiera. No la atendí, pero muchas veces sentí el dolor del otro lado del teléfono, me sentí una mierda, qué me importaba mi sobriedad, qué me hubiera costado acostarme con ella, si era linda, si me gustaba, y le hubiera venido bien a ella, y me hubiera venido bien a mí. Pero sólo descolgué cada vez el teléfono, hasta que Marilú dejó de llamar.
     Tres meses después la encontraron muerta. Había tomado sedantes con alcohol, y por las dudas, se había enrollado papel adherente alrededor de la boca y la nariz. Sola, en un departamento que compartía con el tipo que siempre aparecía para cagarle la vida. El mismo tipo por el cual dejó a su marido, el mismo tipo por el cual, una y otra vez, dejó su sobriedad.
     No fui al cementerio a despedir sus restos, no me puse a pensar hasta esta noche sobre mi responsabilidad, sobre la culpa que siento, que tengo.
     Es la historia de Marilú, pero la historia no termina ahí. Meses después de la muerte suena el teléfono y la voz de un borracho semirrefinado dice mi nombre. Después dice el suyo: X. El tipo me dice que tiene una nota que “alguien” dejó para mí. Enseguida me doy cuenta de quien es, por más que fue la primera y última vez que yo escuchara su voz: el amante de Marilú, el hijo de mil putas. Después de tropezar una y otra vez, me dijo que me llamaba en calidad de “colega”, ya que yo había sido la última pareja de la “difunta” y él había sido el amor de su vida. El uso de la palabra “colega” como si hubiéramos subido juntos el monte Everest me dio la medida exacta de lo canalla que era el tipo. Le dije que yo no había sido amante de Marilú, que tan solo habíamos sido amigos. Le corté. Volvió a llamarme en el acto y me dijo que a él no le molestaba que yo hubiera sido amante de Marilú. Le dije que si lo decía otra vez le iba a romper la cara. De golpe yo estaba enfurecido, en realidad tenía miedo. Me sentí tan canalla como el tipo. X se quebró en un llanto y yo supuse, con toda mi maldad, que se le había terminado la botella.
     −Me acusan de asesinato −dijo, llorando.
     −¿Quiénes?
     −La familia, pero ya van a ver. Ellos la mataron. Ellos la mataron.
     −Hágame el favor, no llame más, respete a los hijos, deben ser los únicos que están sufriendo ahora, los únicos que perdieron algo irremplazable.
     Dije esto y corté. El tipo no volvió a llamar, pero a la semana más o menos me llegó la carta. Era un sobre tipo encomienda, y dentro venía la nota. Una frase en realidad, que yo usé también en mi novela, pero fuera de contexto, en un lugar de humor, para sacarme de encima todo el terror que vive contenido en ella. En letra manuscrita, color celeste, con un trazo de pluma envidiable, propio de quién ha recibido una educación que no descuidó la caligrafía, Marilú escribió “Fuiste mi primavera”
     Nada más. Porque creo que no hay más. Tal vez sólo sea la vida y tal vez los hombres sólo seamos canallas que nos diferenciemos los unos de los otros nada más que por la medida, quiero decir, más o menos canallas unos que otros. Porque yo me siento así cuando pienso en todo esto, me siento así pero no sé cómo fue que hice lo que hice, ni sé de qué manea podría evitar hacerlo otra vez.

     Por eso Marilú fue Andrea, por eso Gabriel la traiciona, la deja sola, luego de confesarle todos sus pecados sobre el vientre.
     Es casi nada, queridos, escribir es casi nada.

Notas de Lector sobre el cuento “La madre de Ernesto”, de Abelardo Castillo

A continuación les acerco notas de lector sobre este cuento imprescindible. Son las de Ivo, Eduardo, Daniela  y Carolina. Que las disfruten.

Notas de Ivo Carbone

“Costaba trabajo mirarlo de frente. Era como si la idea que Julio nos había metido en la cabeza -porque la idea fue de él, de Julio, y era una idea extraña, turbadora: sucia- nos hiciera sentir culpables”

Julio parece ser el líder de un grupo de jóvenes que se sienten culpables por la idea que tienen en la cabeza, idea que resulta inconfesable y a su vez atractiva (como dice unas líneas más abajo), despertando un sentimiento de atracción hacia lo prohibido.

“–¿Saben quién es la mujer que trajo el turco?
…Yo me acordaba ahora de la madre de Ernesto. Nadie habló. Se había ido hacía cuatro años, con una de esas compañías teatrales que recorren los pueblos: descocada, dijo esa vez mi abuela. Era una mujer linda. Morena y amplia: yo me acordaba. Y no debía de ser muy mayor, quién sabe si tendría cuarenta años.
      –Atorranta, ¿no?”

El lugar donde se da la historia es un pueblo, donde todos se conocen y está muy presente el “que dirán”.
La mujer resulta ser una descocada por irse con una de esas compañías teatrales, una atorranta.
“–Culpables de qué, che. Al fin de cuentas es una mujer de la vida, y hace tres meses que está en el Alabama. Y si esperamos que el turco traiga otra, nos vamos a morir de viejos.”

Hay varias cosas interesantes en esta parte del cuento, se nota como los jóvenes se sienten culpables por desear a la madre de un amigo, a su vez tratan de justificar sus sentimientos cosificando a la mujer y demostrando algo de desesperación por lo que puede ser su inicio sexual.

“–
La madre. ¿A qué llamás madre vos?: una chancha también pare chanchitos.
      –Y se los come.
      –Claro que se los come. ¿Y entonces?
      –Y eso qué tiene que ver. Ernesto se crió con nosotros.”

Acá sobresale la figura del amigo, su madre pasaría a ser intocable, ¿Intocable?

“Hoy creo –quién sabe– que, de haberse tratado de una mujer cualquiera, acaso ni habríamos pensado seriamente en ir…en secreto, ayudábamos a Julio para que nos convenciera; porque lo equívoco, lo inconfesable, lo monstruosamente atractivo de todo eso, era, tal vez, que se trataba de la madre de uno de nosotros.”

Cada vez más entusiasmo por llegar a lo prohibido, aquellos que “no quieren” acceder a lo que no está permitido se dejan convencer para llegar a lo “monstruosamente atractivo”

 “–A lo mejor se echó atrás… Sin embargo fue una especie de plegaria: a lo mejor se echó atrás.”

Definitivamente son jóvenes que esperan por su líder para llegar a aquello a lo que nunca han accedido.

“–Por lo general, todas éstas tienen hijos. Madre de alguno iba a ser.”

El prejuicio está a la orden del día, quizás para justificar su propia acción y no sentirse culpables.

“Lo peor era que ella nos conocía a nosotros, y que nos iba a mirar.”

Detrás de la masculinidad sale continuamente el niño que todavía son (o están dejando de ser), este detalle se presenta continuamente en el texto, por ejemplo a la hora de tomar alcohol para desinhibirse o cuando les da temor saber que iban a estar solos delante de la mujer.

“El deshabillé entreabierto y la tarde de aquel verano, antes, cuando todavía era la madre de Ernesto y el vestido se le separó del cuerpo y nos decía si queríamos quedarnos a tomar la leche.”

Vemos como continúa el proceso de despersonalización, la mujer ya había dejado de ser la madre de Ernesto para ser una “mujer de la vida”, una prostituta.

“Después pareció haber entendido oscuramente algo, y nos miró con miedo, desgarrada, interrogante. Entonces lo dijo. Dijo si le había pasado algo a él, a Ernesto.
      Cerrándose el deshabillé lo dijo.”

La mujer que había dejado de serlo, vuelve a su lugar en la historia, aquel que nunca dejó por más de que se la tratase como una cosa, ya que cuando reconoce a los chicos en lo primero que piensa es en su hijo dejando sin palabras a los jóvenes que a su vez dejaron su lugar de “machos” o de “clientes” para volver a ser los niños que son amigos de Ernesto (su hijo), aquellos a los que la mujer cuidaba y le ofrecía un vaso de leche para la merienda.

En resumen, para poner un poco de orden a mis notas del lector, en este texto rescato muchas cosas interesantes que van más allá de la historia: en primer lugar se ve como los prejuicios están a la orden del día, pero a su vez se demuestra como muchos de estos (prejuicios) que están presentes en este pueblo pequeño también los tenemos los habitantes de las grandes ciudades, donde también podemos ver como las mujeres son cosificadas especialmente por el sentimiento de masculinidad que surge en muchos sectores de la sociedad. Además es interesante ver el sentimiento de omnipotencia que tienen los jóvenes (especialmente Julio) que se ve entremezclado con sentimientos propios de un niño, algo que le puede suceder a cualquier adolescente.
En conclusión se puede decir que Castillo va desnudando muchas de las miserias que tiene nuestra sociedad, pero a fin de cuentas todo vuelve a su lugar, la madre vuelve al lugar que nunca debió haber abandonado (y de hecho nunca lo hizo) mientras que los jóvenes terminan siendo aquellos niños inocentes amigos de su hijo (de hecho en distintos pasajes de la historia vemos que no han dejado de serlo).



Notas de Eduardo Marclay


Para entender el cuento de Abelardo Castillo tuve que leerlo varias veces, y lo particular fue que cada vez le encontraba algo diferente. En primera instancia, entendí, que se traba de un conjunto de amigos, que hacía tiempo no se veían y se reencontraron. Esta comunión, fue casi fortuita y nada había quedado de ella. Los unía un prejuicio sobre una mujer en particular, una madre de uno de ellos, que nunca aparece.
Luego, que esa reunión no tuvo nada de azarosa, sino más bien todo lo contrario y con un fin. Darles un vuelco a su relación, como amigos, como adolescentes. El inicio sexual, ese debut que tanto miedo da, tantas incertidumbres como posibilidades. Para ello, se contó con la colaboración de un padre que le cedió el auto a su hijo, mientras que él le robó una botella de coñac para “achicar” el margen de “error” a este primer paso en su sexualidad floreciente. El lugar estaba pactado, una vieja estación de servicio, que de noche funcionaba como club nocturno, próximo a la ruta, próximo al pueblo. Había una sola mujer, una rubiecita, con sonrisa más que peculiar. Pero, había una mujer dando vueltas en sus inconscientes, que era prohibida, era la madre de uno de ellos, no en particular de los que iban a concurrir al club, sino a un amigo que estaba en el campo, estaba de vacaciones con su padre, estaba omnipresente todo el tiempo. Ella, una mujer morena, de curvas pronunciadas, tenían pocos recuerdos comunes salvo uno: cuándo se le desprendió el vestido del cuerpo, aquel verano lejano, que los había marcado a fuego.
Finalmente, al leerlo por tercera vez entendí: la mujer, única que trabajaba en el club nocturno que iba a ser testigo de su debut sexual, era la madre de Ernesto, esa mujer “exótica”, que fumaba, que dejó a su familia por irse con una compañía de teatro. Ya no era más morena, era rubia y con una sonrisa cómplice, todos sabían quién era ella, quién eran ellos. Alguno más convencido que otro, fueron enfrentando ese primer momento sexual, que finalmente no se sabe si ocurrió. Se sabe, que ella preguntó por su hijo, por si le había pasado algo, mostrando o tapando eso que todo querían ver, pero tenían presente la carga de prejuicio, la carga de morbosidad, la carga de Edipo suficiente que da la sensación de que fue oculto, fue prohibido, fue tapado, fue negado. Todos querían, nadie pudo (¿?). Y qué entonces de Ernesto, nunca apareció en persona, era el mismísimo ser que daba la sensación que estaba, que miraba y participaba de algo que estaba mal, que no tenía que pasar. Al fin y al cabo, era una mujer de la vida, o la madre de todos, de ninguno.

Notas de Carolina Ferrando y Daniela Florentin

Empezamos a leer el cuento (luego hubo una relectura del mismo), a meternos de lleno en él, comprender la trama del cuento y a medida que avanzábamos con nuestra lectura, nos deteníamos en algunas oraciones y párrafos que nos llamaban la atención, nos llevaban hacia alguna reflexión, pregunta, o que simplemente remarcábamos por ser, por ejemplo una frase que nos haya gustado.
Lo que hicimos, fueron anotaciones alrededor del texto y en nuestros cuadernos.
 Las notas que hemos señalado refieren a  la descripción que hacen los amigos de Ernesto sobre su madre, pues la deshumanizan. Dado que la asocian a una prostituta y que además abandonó a su hijo por irse con una compañía teatral. Lo que anotamos y resaltamos en estos párrafos fueron frases como: Pero es la madre. —La madre. ¿A qué llamas madre vos?: una chancha también pare chanchitos. —Y se los come. Y otra como: Atorranta, ¿no? Pues nos parecieron agresivas y que adquieren un sentido de crudeza y de preguntarnos: ¿las prostitutas no son o pueden ser madres y mujeres a la vez?
Otro tema tratado en el cuento que hemos notado y remarcado por llamarnos la atención tiene que ver con el concepto de “morbo” que se trata, dado que en nuestra sociedad lo que está prohibido es porque alguien lo hizo antes o simplemente gusta. Pues, se narra cómo los amigos de Ernesto tienen intenciones sexuales con su madre. Aquí anotamos y se nos vino a la cabeza el concepto de “Edipo” que ha estudiado Freud.
Notamos una contradicción, dado que por un lado existe un gran respeto hacia Ernesto ya que mencionan que lo conocen desde siempre, pero por el otro, les atrae su mamá.
Al final del relato tuvimos una especie de desilusión, no esperábamos que su madre se fuera a “humanizar” con su hijo, cuando le pregunto a los amigos si él estaba bien y sobre todo porque tuvimos el morbo que iban a mantener relaciones sexuales con ella, cosa que no ocurrió. Y eso lo detallamos como nota en el último párrafo del cuento.

Pablo Ramos en la UNQ

Mis estimados:
Les pido que preparen sus oídos y sus agendas para no perderse la clase del viernes 20 de mayo, ya que tendremos la presencia del escritor argentino Pablo Ramos.
Ese día nuestra clase se trasladará al Auditorio a las 20 hs., donde tendremos la cita con el premiado escritor.
Por supuesto, parte de nuestra charla - entrevista tendrá que ver con lo que nos ocupa en nuestro seminario: el proceso de escritura, además de transitar algunos tópicos vinculados particularmente a la escritura narrativa.
La invitación al encuentro es abierta, no solo para nuestra materia: les pido entonces difusión entre quienes crean pueden estar interesados.

Recuerden ir avanzando con la lectura de "El origen de la tristeza", e ir haciendo Notas de lector sobre el libro, yo haré las mías, las compartiremos...
Un abrazo
Mónica
PD: tal como sugirió Juan Manuel, visiten el blog de Pablo Ramos:  
http://laarquitecturadelamentira.blogspot.com/

Clase del 3 de mayo: SIGNOS DE PUNTUACIÓN PARA LA DESGRABACIÓN

Hola a todos!
Para ir poniéndonos en tema...
el martes tomamos nota de textos teóricos sobre "Entrevista" (no  es sobre entrevista de historia de vida), que deberían consultar:
Cód. 55557 - Ulibarri
Cód 6716 - Arfuch. El primero de ellos, siendo teórico, es de particular "uso práctico" a la hora de pensar la entrevista.
Luuego tenemos diversas entrevistas para tomar como modelos al momento  de planificar, transcribir, editar las nuestras...
Cód. 3201 - Borges, Puig,Capote y otros
cód 4965 . Entrevista de Douglas coupland a Morrisey
cód 6285 - Beckett, Carver, Calvino.
En clase:
Trabajamos con las desgrabaciones de las entrevistas a Capusotto hechas por los compañeros, y anotamos entre ellas semejanzas y diferencias en el modo de transcribir.
Luego Revisamos UN uso en particular para ver de qué manera la cuestión de la puntuación se vincula con decisiones que toma quien escribe: solo prestamos atención a los puntos suspensivos... Upa, parace sencillo, eh! (¿no, Colo?), pero resulta que... ERA APASIONANTE!! (jajaja, chiste para algunos). Mirando las páginas 68 a 70 del código 3233 que habla de "Puntos suspensivos", encontramos que hay algo así como 7 usos distintos... Ah bueeeeno. Así que, algunas conclusiones:
Los signos de puntuación no son normas rígidas, aunque sí bastante convencionalizadas para nuestra época. Dependen en buena medida de eso: de los usos de la época, y del estilo. Basta leer el prólogo de T. Adorno sobre el tema, en ese mismo código.
Otras cuestiones: nos dedicaremos a full en siguientes clases al tema de las entrevistas de Historia de Vida, de tal manera de comparar nuestras previsiones, punteo de preguntas posibles, etc, y discutir entre todos. Vénganse preaprados para ello. Mañana entregaremos consignas definitivas y fecha del TP.
Les mandamos un abrazo
Mónica

martes, 19 de abril de 2011

Entrevistas - Diego Capusotto

SEMINARIO Y TALLER DE ESCRITURA
Escritura/oralidad
La Entrevista – Diego CAPUSOTTO

Clase del 12 de abril de 2011

Primera parte de la entrevista en Mañana vemos (Canal 7 – 2009):
Segunda parte de la entrevista:

Otra entrevista a Capusotto en Tiene la palabra, por TN (2007)

Otra más, en Cuatro Sillas, programa de Luis Majul por Canal A (2008)
1º parte:
2º parte:
3º parte:
4º parte:
5ª parte:
6ª y última parte:

Consigna:
Desgrabar y tipear los dos primeros minutos de cada entrevista  o parte de la misma cuyo link esté señalado con X; contextualizarlos, de tal modo que quien no las hubiera visto entendiera de qué se tratan. Puede agregarse previamente, en medio o posteriormente los comentarios que se consideren pertinentes, así como las referencias paralingüísticas que resultaran necesarias.

Pensar previamente a qué público se dirigiría esta entrevista editada (en qué medio gráfico aparecería: en una revista, ¿cuál?; en un periódico, ¿cuál?; en un libro, ¿cuál?, en otro soporte gráfico, ¿cuál?).

¡Traerla impresa a clase!