viernes, 3 de junio de 2011

Crónica de una clase anunciada

Hace mucho que no visitamos este espacio, y los envíos digitales de los alumnos se hacen desear...
Cuelgo mi crónica del viernes pasado, sin apellidos, tal como está, para no jorobar a nadie... Y los aliento a empezar a amigarse con la crónica, será nuestro próximo trabajo.
De paso, un link a recomendaciones de lecturas de "Crónicas", de María Moreno: 
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-2425-2005-08-07.html

Saludos a todos!

Un oscuro día de injusticia

- ¡Ja!, parece la mesa de Morgagni[1]-dice el médico mayor y con bigotes.
- Acá, ¿qué es?-pregunta el más joven.
- Es la sala de reuniones del Rectorado – respondo yo, inquieta.
Los médicos de la Unidad Coronaria describían así la enorme mesa que se encuentra en el salón donde se reúne el Consejo Superior de la UNQ. El que “descansaba” sobre la mesa, con la panza al aire y las manos frías, muy frías, pero afortunadamente con color en el rostro y signos vitales normales, era Juan Manuel.
Media hora antes se había sentido mal al bajar de la oficina del primer piso en el Departamento de Ciencias Sociales y dirigirse al aula donde daríamos clase. Daría, bah, porque era Juan quien tendría a su cargo la clase. Pero no dio. Daría pero no dio, quiero decir.
Nos encontramos caminando desde puntas opuestas por el pasillo del primer piso, aulas norte, dirigiéndonos al aula 29, el aula de los viernes. Juan venía dando la espalda al Auditorio, yo a las aulas sur; me dio la impresión de que estaba preocupado, había algunos chicos ya esperando frente al salón. ¿Pasó de largo frente al aula, no la vio? Le hice señas, bromeé sin entablar diálogo con él sobre su despiste, y entramos al aula, que tenía aún las luces apagadas.
Juan se acomodó un banquito al lado del escritorio del profesor, se sentó, y cuando quise invitarlo a que se sentara él en el centro, frente al escritorio grande, me miró con una cara extraña, acongojada:
- Moni, no me siento bien.
- ¿Qué te pasa? ¿Qué tenés?
- Estoy mareado, con palpitaciones… siento mucho frío en las manos y en los pies…
- ¿Querés que alguno de los chicos te acompañe afuera? Te habrá bajado la presión, voy a buscar algo para que tomes, ¿sí?
- Sí, agua azucarada…
Me fui al comedor, le comenté al encargado, y me dijo que por experiencia sabía que lo mejor era que se pusiera azúcar bajo la lengua, y se tomara lo más dulce que tenía allí, una Coca Cola. Me la cobró, claro. El sobrecito de azúcar, no.
Volví rapidito. Juan estaba obediente, hizo lo que le dije, puso el azúcar bajo su lengua, tomó un sorbo de gaseosa, pero no se sintió mejor.
Empezamos a preguntarnos si habría enfermería en la UNQ. Creíamos que no. Miré a los 4 o 5 alumnos que habían llegado, les dije “ya volvemos”, dejamos nuestras cosas ahí, y salimos.
Paramos en el camino en una oficina del primer piso, preguntamos a las chicas si sabían dónde llamar, qué hacer, pero sabían tanto como nosotros.
Decidimos ir hasta portería; yo miraba de reojo a Juan Manuel con temor de que se me cayera  al piso en toda su extensión… Siendo morocho, estaba con poco color. Bajamos las escaleras despacio, lo acompañé tocando su espalda con la mano, me pareció que traspiraba.
En la callecita de entrada fuimos sorteando obstáculos. Estaban desarmando los numerosos stands de la Feria de Emprendedores de Economía Solidaria, así que no había dónde pisar. Yo temía todo el tiempo que Juan se descompusiera ahí. Creo que él estaba un poco asustado.
En el camino hicimos señas de “ya venimos” a los alumnos que nos íbamos cruzando,  y llegamos a la portería. El calor era sofocante, tenían encendida alguna calefacción que contrastaba con el aire frío de afuera.
Un gordo, creo que de Seguridad –por el escudito con bordes rojos, de inscripción desconocida, sobre el suéter azul- estaba tirado más que sentado en una de las tres sillas que están en la entrada, cerca del reloj donde marcamos entradas y salidas. Juan se sentó en la silla más cercana a la puerta, y comenté con el otro gordo –el portero de la tarde, estaba por terminar su turno- el tema:
- Mi compañero se siente mal, creo que le bajó la presión, ¿tenemos enfermería en la UNQ?-.Lo digo y siento que es curioso, porque tenemos Enfermería en la UNQ: es una carrera de grado, una licenciatura.
- No, se está construyendo una por allá, pero todavía no está lista- me dijo el gordo segundo, cabeceando hacia fuera, sin sacarse las manos de los bolsillos. Como mi pregunta no apuntaba a hacer una evaluación del desarrollo arquitectónico de la institución, insistí:
-   ¿Podemos llamar a la Coronaria?
-   No sé. Che, ¿cuál es el número de la Coronaria?-. Las manos seguían en sus bolsillos.
El gordo primero seguía sentado, y otro portero, un muchacho joven, delgadito, más diligente, se dio vuelta en la silla del escritorio donde garabateaba cosas y miró unos papeles amarillentos pinchados con chinches en el corcho que estaba sobre la pared, a sus espaldas. Buscó el número y llamó. Explicó a la chica de Unidad Coronaria que había “un alumno descompuesto”, yo lo corregí y le dije que era un profesor –no sé qué cambiaba, yo ya estaba nerviosa-, y apartando el tubo de su cara dice: “¿Cómo es el nombre?”
- Juan Manuel, Juan Manuel Mannarino, le decimos, como un “Bond, James Bond”.
Intercambia información con la telefonista. El portero joven le explica algo de los síntomas, levanta un poco la voz. Pregunta la edad. Pide que manden la ambulancia. El gordo primero le dice: “Decile que se desmayó, así la mandan más rápido”. Fue todo su aporte en la noche. El del teléfono me hace gestos, me pasa el aparato y me dice: “Háblele usted, que esta mina es una boluda”, y enojado me deja hablando con la chica.
El gordo segundo sigue mirando la tele, no sé qué estaban dando de interesante. Juan, cada vez más pálido e inquieto. Cierran la puerta “para que no entre el bochinche de afuera”. El calor se hace insoportable. Otros profesores pasan, saludan, miran con extrañeza, no preguntan nada. En estos casos es mejor no preguntar, a veces te metés en líos, ¿viste? o terminás saliendo de testigo de un crimen, o cosas peores: te piden que ayudes.
Le explico a la telefonista el cuadro de Juan, me instruye que si hay lugar donde recostarlo, que se acueste con las piernas en alto. Miro a mi alrededor: el lugar es estrecho, éramos cinco personas ahí adentro… Miro a mis espaldas, pienso en resguardar un poco la intimidad de Juan… Ya sé, podemos armar un silloncito con tres sillas delante de la tele, lejos de la puerta. La chica me dice que ya mandan la ambulancia.
Les comento la sugerencia de la telefonista, les digo de armar la cama improvisada para que se recueste; Juan está quieto, mira pidiendo ayuda. Me enternece; puesto de pie me parece enorme, pero allí sentado y con esa mirada me parece un nene chiquito perdido en el parque. El gordo primero, tirado en su trono rojo, le dice a Juan “Sí, agarrá una silla más y ponela allá”, señalando hacia el lugar que yo había sugerido, del que lo separan tres pasos. Juan, como dije, obedece: se pone de pie, agarra el silloncito rojo en el que está sentado, y yo me enojo: “Pero señor, muévala usted, ¿no se da cuenta de que se siente mal?”. Nos miramos con Juan, con extraña conexión mental pensamos a dúo “son unos pelotudos”, y decidimos que ahí no va: hace mucho calor, no somos bienvenidos, nadie mueve un dedo, no hay nada de intimidad para estar mal a gusto… Decidimos ir a la recepción del Rectorado: allí hay espacio, corre más aire, creo recordar que hay sillones largos en la sala de espera. Le informo al gordo segundo dónde vamos a estar, para que nos manden allí a los médicos; el gordo segundo me dice que ya están por cerrar el Rectorado, que ya se van todos; hago como que no lo escucho.
Otra vez caminar, pocos metros pero cuesta arriba. Juan va resignado. Llegamos, empezamos a mirar dónde recostarse, pero todos los silloncitos son dobles y con apoyabrazos: ahí Juan no entra.
Le comento con cara de desesperación a la recepcionista que Juan se siente mal, que lo tengo que acostar, que ya llamamos a la Coronaria… La chica se estaba yendo, estaba el marido allí esperándola; pero entiende –mujer al fin- y se muestra servicial; nos hace pasar a la sala de reuniones, busca junto con el marido cómo armar algo, pero todos los silloncitos son iguales… Decidimos que el mejor lugar para recostarse es el piso, y allí va Juan, y pone los pies sobre una de las sillas.
Veinte minutos después, y tras la insistencia de la recepcionista, llegan los médicos. Mientras tanto, ella y su marido nos cuentan cuántas veces se desmayaron por tener presión baja: “¿Ves?”, dice ella, señalando una cicatriz en la frente. No queremos saber mucho más, pero nos cuentan, como quien ha pasado por las mismas batallas, e intentan tranquilizar a Juan. Sigue con las manos y los pies fríos, pero como temo que le falte el aire lo abanico con un folleto. Así hasta que llegan los médicos. Son quienes deciden que el piso es un lugar incómodo, incómodo para trabajar; lo hacen acostar cuan largo es en la mesa: sobra el triple de espacio. Controlan las pulsaciones, le toman la presión, preguntan si hay antecedentes cardíacos… Deciden hacerle allí mismo un electrocardiograma. Amago irme, imaginé que tendría que desvestirse un poco; me hago la canchera y bromeo con el tema, enseguida me siento una boluda, me ruborizo. Pero me indican que me quede. Solo le descubren los tobillos, le suben la remera hasta el pecho, y le ponen cantidad de cablecitos y pinzas.
Allí el médico mayor y con bigotón bromea, dice que la mesa larga se parece a la de Morgagni. Imprimen el electro, le dan unas indicaciones, lo tranquilizan.
Afuera del salón, además de la recepcionista y el portero joven y diligente, que se acercó a preguntar, están el marido de la recepcionista y Alejandra, una de nuestras alumnas, trayendo entre ambos todas nuestras cosas del aula. Ale relojea un poco para adentro, quiere ver, se interesa y pregunta por Juan Manuel. Le digo que está bien, que no es nada, gracias.
Y en un rato más la preocupación pasa a ser… ¿cómo vuelve este chico solo hasta La Plata?... Siento que no es justo, que nadie –o poca gente- se preocupó por él en la UNQ, que hay cosas que no funcionan bien, que la atención de emergencias no está prevista… Que Juan se ve un pibe bueno; que no es justo, puta madre, que la cosa quede así. Juan contacta amigos que no pueden venir, el viejo es inhallable… Tenemos un rato largo para charlar, son las nueve y la combi de la UNQ que sale para La Plata llega a las diez.
Nos acomodamos en las sillas, y nos abandonamos a la charla el resto del tiempo; la palabra abandono aparece en el diálogo…pienso en el “abandono” de sí mismo, del que habla San Juan de la Cruz, para describir lo que llama “la noche oscura del alma”, la vía de la purificación. Afuera, sin duda, la noche está oscura, fría y oscura.

Mónica Rubalcaba



[1] Mesa donde se practican las autopsias. Ver: http://es.wikipedia.org/wiki/Giovanni_Battista_Morgagni, o sitios gore con información al respecto…